Le doy la espalda al mar, como si fuera afortunada,
y Boris Vian me mira desde lejos.
Corre la tarde rojiza
y uno tras otros los pájaros revolotean su soltura,
el aire golpea mis pies y rasguña mi espalda
como si una gata fiera se agazapara en su fría suavidad.
La doble casa verde al lado de la cárcel de cemento que no contiene
a nadie más que un silencio apretado en el recuerdo, como el piano de mi tía.
Saludo a la gloria que pasa junto a mí,
rodando por esta calle,que más que eso, parece una caída.
La oscuridad había condenado mi espirítu, pero yo no entendía,
esa es la dulzura de la muerte criada, como todo, es una linda relación.